Especial.-
Notipascua.- Su morral quedó allí, en la parte trasera de la camioneta, cargado con sus libros, lápices, plastilina, el teléfono que su papá le había comprado el día de su cumpleaños y que les permitía mantenerse comunicados todo el tiempo, y una decena de sueños.
En su cuarto descansan aún varias de sus fotografías tomadas desde diferentes ángulos con sus mascotas. Era amante de los perros, sus amigos inseparables. Tanto que siempre le decía a su madre que iba a construir un refugio para que pudieran dormir todos los perros de la calle. Pero también era amigo de los amigos. No le gustaba pelear ni andar chismeando ni hablando de sus amiguitos. Por todos los rincones de su casa quedó regada su alegría, su inocencia. Sus implementos de natación, sus canciones. Sus nueve años y su sangre quedaron esparcidos dentro de la camioneta de su padre.
“Siento que me amputaron el alma”, dijo su madre cuando se fue. O no cuando se fue, sino cuando lo fueron. Porque a Diego Alejandro lo fueron los que nunca ríen, los que no creen en el amor, en las cosas bonitas, en la alegría. Es probable que alguno de los que lo fueron haya tenido hijos y a lo mejor alguno se podría hasta parecer a Diego Alejandro o de su misma edad. A lo mejor también les gustaban los animales y les gustaba cantar y nadar y reír y correr. Pero qué poco les importó.
Diego Alejandro y su familia residían en Turmero, en el estado Aragua, y habían ido a pasar unos días en el Oriente del país. Para el viaje se anotaron su mamá y su papá, su abuela y dos tías. Ya finalizando el fin de semana y ante la presión del niño, que quería llegar temprano a su casa, pues debía reunirse con unos compañeros de clases para organizar un trabajo, decidieron regresar. El niño venía con sus padres, dos tías y su abuela. Eran seis, pero no venían incómodos en la camioneta.
Los árboles de los llanos guariqueños aparecieron al poco rato de comenzar a recorrer la carretera. Los árboles corrían desesperados al lado de la camioneta, como escapando de las manazas del sol que buscaban abrazarlo todo, o brasarlo, diría la tía Felipa, quien nos contó que por aquellos días el sol era tan implacable que parecía que todo lo que se movía en la tierra era como si se cocinase a fuego lento a la brasa. La Toyota Fortuner hacía malabares para no caer en los cráteres de la vía, gracias a la pericia del ingeniero William Mendoza Pérez, empleado de la estatal petrolera y padre de Diego Alejandro. Numerosos insectos se estrellaban contra los faros y morían en el acto.
Roedor asesino. Ya era mediodía cuando el grupo iba por la salida de El Sombrero hacia Dos Caminos, en Guárico. Otra camioneta Toyota Fortuner los seguía de cerca y cuando los conductores aminoraron la velocidad para pasar poco a poco por unos policías acostados que había en la vía, los de la Fortuner aceleraron y desde el interior cinco hombres mal encarados les ordenaron detenerse. William Mendoza temió lo peor, porque bastante que había escuchado sobre los grupos irregulares que se mueven a su antojo en el eje Aragua-Guárico-sur de Anzoátegui, grupo que a decir de la tía Felipa pertenecen al hampa común organizada, pero han copiado la forma de actuar y de movilizarse de los grupos paramilitares, y lo peor es que son sanguinarios y no se detienen ante nada, y como manejan altas cantidades de dinero por efecto del secuestro y las extorsiones son numerosos los funcionarios policiales y hasta militares que han comprado y los tienen trabajando para su servicio.
Mendoza se paseó por la posibilidad de que secuestraran a su esposa, a su hijito o a ambos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y de inmediato comenzó a temblar. Pero no podía demostrar miedo. Instintivamente pisó el acelerador, en un intento por escapar de aquellos cinco hombres que lo miraban con rabia desde la otra camioneta, armados con fusiles de alto calibre. Rabia porque tenía una camioneta no robada, sino comprada con el sudor de su frente, rabia porque tenía una familia compacta, unida, amorosa.
Y los criminales no lo pensaron dos veces y abrieron fuego contra la camioneta que intentaba abrirse paso. El vehículo fue impactado en cinco ocasiones y William Mendoza perdió el control del volante, se salió de la vía principal y terminó colisionando.
Sueños truncados. Los hombres se bajaron y caminaron decididos hacia la camioneta. Iban dispuestos a culminar el trabajo iniciado. Llevaban sus fusiles en las manos, como cuando uno se siente intocable e invencible, e incluso usaban radiotransmisores.
Abrieron la puerta de William con la intención de acribillarlo allí mismo por la osadía de intentar defender lo suyo, y lo conminaron a que se bajara, pero las mujeres que venían en el asiento de atrás comenzaron a gritar anunciando que el pequeño Diego Alejandro estaba herido. Los hombres abrieron la puerta trasera y verificaron que había un niño herido y solo fue en ese instante cuando se conmovieron y decidieron retirarse. Ya era tarde. Ya el mal estaba hecho. Se retiraron como si nada hubiera pasado.
La criatura fue llevada al hospital, pero ya no había nada que hacer. Murió y con él murieron sus sueños y su gran sensibilidad y también murió su familia, que ahora no vive sino por que se haga justicia, porque sienten que les amputaron el alma, como dijo su madre cuando velaban el cuerpo aún tibio.
El Picure. Mucho se había oído hablar que si del Picure, que si del Juvenal, pero una cosa es oírlo en una estación de servicios, en el pueblo, o leerlo en la prensa, y otra cosa es que te lo digan los propios policías pagados por el Estado para investigar y castigar los delitos y cuyos funcionarios también tiemblan cuando les hablan de estos personajes, y tiemblan porque saben que tienen poder de fuego comprobado, poder económico, pero además tienen tentáculos en las policías y en algunos componentes de la propia Fuerza Armada.
Ciertamente el Picure se ha convertido en el amo de la carretera. Incluso decide quién transita y quién no, y autoriza la circulación de los camiones cisternas en la región. Se dice que todas las personas que venden comida en la vía son cómplices del grupo y mantienen informado al criminal de todos los movimientos que se producen en la carretera, y que por ello se hace más difícil su captura.
Han pasado más de tres meses y aún no llega la justicia para el caso de Diego Alejandro. Su familia no volvió a su casa del estado Aragua. No lo han hecho por miedo a los criminales, pero también porque saben que el olor y la alegría del niño está en cada rincón, en cada gaveta, en cada juguetico, en cada animalito.
Fuente: Ultimas Noticias.
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